– Es una tintorera –dijo el hombre y arrojó el diente en la barra–.
El colmillo rebotó en la madera caprichoso y sordo como un dado sin bruñir. En silencio, con los brazos abiertos y las manos apoyadas en la barra, Elías miró el colmillo por un rato y luego levantó la vista de nuevo hacia el recién llegado. Aquél se había quitado la caperuza y se había inclinado un poco sobre la barra arrimándose a la luz, de modo que Elías volvió a ver las grietas ásperas horadándole la frente, y la boca escasa de labios que parecía un cortada involuntaria sobre el mentón. El tabernero agarró el diente y lo elevó a la altura de sus ojos. Era triangular, combado por una de sus aristas y tenía una muesca circular y serrada en la base. Medía casi una pulgada, más o menos la falange de su dedo índice, y carecía de raíz.
– ¿Dónde estaba? –preguntó Elías mientras miraba el colmillo entre sus dedos.
«
… the man was brave, but somehow it was as though courage was a syrup rather than a wine or the taste of salt and ashes in your mouth. If qualities have odors the odor of courage to me is the smell of smoked leather or the smell of a frozen road or the smell of the sea when the wind rips the top from a wave…»
«Para un escritor de estirpe ninguna modulación ética del hombre carece de registro en el mundo de lo sensible. Él lo sabe y el lector lo lleva a su biblioteca personal por mucho más que el mérito de sus anécdotas, y para que se lo recuerde cuando, de repente, quiera escribir. Hay narrativas de entretenimiento, muchas, pero también hay literatura. Por suerte tuve maestros que me enseñaron la diferencia». © Fragmento de «La tinta del padre Faria -Conversaciones literarias con Samuel Lugano» de Javier Saldarriaga Cadavid
